Al meditar sobre la Expiación de nuestro Salvador Jesucristo, sólo vienen a mi corazón sentimientos de gratitud y amor por este sacrificio tan grande y eterno mediante el cual Él se ofreció para tomar sobre sí, no sólo los pecados de Su pueblo sino también las enfermedades y dolores[1] de ellos. Debido a esto, Él puede comprendernos a la perfección en cualquier tipo de pesar y socorrernos como nadie más puede hacerlo, dando alivio a nuestro sufrimiento espiritual y temporal.
Al cumplir con Su ministerio terrenal, Jesucristo nos libró de la muerte espiritual y temporal, al padecer por nosotros en Getsemaní y en la cruz, entregando voluntariamente Su cuerpo para darnos a todos el regalo de la resurrección. Ambos acontecimientos representan la mayor dádiva que podemos recibir. Su sufrimiento en Getsemaní provee el medio para recibir el perdón de los pecados de todos los que crean en Él, se arrepientan, guarden Sus mandamientos y perseveren hasta el fin.
Poco antes de ir a Getsemaní, el Salvador estableció con Sus discípulos la ordenanza de la Santa Cena como un recordatorio del sacrificio que haría por nosotros y los instruyó para que lo hicieran frecuentemente. Después de Su resurrección, al presentarse en el continente americano a nuestros antepasados, también la estableció aquí, indicando por vía de mandamiento que participar de esta ordenanza sería un testimonio al Padre de que siempre nos acordamos de Él. Al hacerlo, estamos edificados sobre Su roca[2]. Con ello se dio cumplimiento a las profecías antiguas y a Sus palabras entre los judíos sobre las otras ovejas a las que debería ir[3].
Por tanto, cuando deseamos seguir al Salvador y obedecer Sus mandamientos tenemos el firme deseo de participar cada semana de la Santa Cena, dándonos la oportunidad de demostrarle cuánto lo amamos y que estamos dispuestos a seguirlo y obedecerlo. Tomemos en cuenta que es la única ordenanza que se repite para nosotros constantemente, es la gran oportunidad que nos da el Señor para llevarle nuestra ofrenda, la cual ya no es una ofrenda de sangre como en el Antiguo Testamento, porque Él ofreció Su sangre como sacrificio perfecto por nosotros cumpliendo lo establecido desde antes de la fundación de este mundo para nuestra salvación.
Él sólo nos pide un corazón quebrantado y un espíritu contrito, lo cual hacemos cuando asistimos a la reunión sacramental arrepentidos de nuestros pecados y dispuestos a comprometernos nuevamente con el Señor de que guardaremos los mandamientos y le recordaremos siempre siguiendo Su ejemplo, a cambio Él nos da la promesa de que tendremos Su espíritu con nosotros.
El principio del arrepentimiento y mantener la remisión de nuestros pecados a través de participar de la Santa Cena cada semana es algo con lo que debemos estar muy familiarizados, porque ello permite que el sacrificio expiatorio del Salvador tenga validez en nuestra vida. Esto representa una de las más grandes bendiciones de esta vida mortal, puesto que nos permite enfrentar con Su espíritu los retos, desafíos y tentaciones con la certeza de que si perseveramos hasta el fin, siguiendo Su ejemplo continuamente sin desmayar, tendremos la maravillosa bendición de que la Expiación del Salvador nos limpiará totalmente, aliviando cada sufrimiento y enjugando toda lágrima para entrar limpios y sin mancha en la presencia de Él y de nuestro Padre Celestial.
Cada uno de nosotros debe llegar a tener la seguridad de que la expiación de Jesucristo es válida en nuestra vida, al reconocer nuestra propia indignidad, practicando el arrepentimiento constante de nuestros pecados y al suplicar con toda nuestra alma el perdón de éstos, reconociendo que sólo Él puede perdonarnos y sólo mediante Él podemos ser salvos.
Por experiencia personal y sagrada, yo sé que la expiación de Cristo es válida en mi vida, lo cual trajo incontenibles lágrimas de agradecimiento cuando el Espíritu Santo me confirmó esto, dándome la fortaleza necesaria para seguir enfrentando mis retos personales y el conocimiento de que Él me ama y me conoce; por lo que testifico con todo mi corazón que ha pagado por mis pecados y los pecados de todos los que creen en Él y se arrepienten. Sé que Él vive y desea que no tengamos que padecer. Ruego que todos podamos tener esta certeza en nuestra propia vida y dejar que el amor del Salvador nos bendiga y nos guíe hacia Él, que nos espera con los brazos abiertos. En el nombre de Jesucristo, amén.
[1] 1 Nefi 1:34