La fiesta de pascua, instituida en el antiguo Israel, recordaba al pueblo que “... Jehová [los] sacó con mano fuerte de Egipto, de la casa de servidumbre” (Éxodo 13:14). Así, esta celebración anual ayudaba a los israelitas a tener presente que el Señor los había liberado de la muerte y del cautiverio.
Con la expiación y resurrección de Jesucristo, el Cordero de Dios, el Señor nos liberó de la muerte física y espiritual al darnos la oportunidad de quedar limpios de nuestros pecados. Por eso, el rito de la pascua de sacrificar las primicias del rebaño fue sustituido por la ordenanza de la Santa Cena y, al participar de ella, “los hijos de la promesa han estado bajo convenio de recordar el sacrificio de Cristo en esta forma nueva, más perfecta, más santa y personal” y “por ser tan trascendental, esta ordenanza, que conmemora nuestra liberación del ángel de las tinieblas, debe tomarse con más seriedad de la que por lo general se le da. Debe ser un momento importante, reverente, de reflexión; que promueva sentimientos e impresiones espirituales [...] ¿La consideramos como nuestra Pascua, la forma de recordar nuestra protección, salvación y redención?” (Extracto tomado del discurso “Haced esto en memoria de mí” del élder Jeffrey R. Holland en la conferencia general de octubre de 1995).
La Santa Cena, nuestra pascua
Para hacer de la Santa Cena nuestra pascua, para recordar el sacrificio expiatorio del Salvador y para celebrar la pascua de Su resurrección, con amor y humildad podemos poner nuestra ofrenda sobre el altar, la de “un corazón quebrantado y un espíritu contrito” (D y C 59:8), es decir, la convicción de una obediencia más firme y un arrepentimiento sincero, de esta manera cambiaremos nuestro corazón y nos acercaremos más a Jesucristo nuestro Salvador, quien es el único que nos libra de la muerte y el pesar.